Los Cuentos de julio Cortasar, un analisis de cada uno, su biografia
jueves, 22 de noviembre de 2012
Quien es Julio Cortázar?
vida y obra
Julio Florencio Cortázar Scott nació en el 26 de agosto de 1914 en Bruselas. Hijo
de padres argentinos, llegó por primera vez a Buenos Aires a los cuatro años. Creció
en Bánfield, se graduó como licenciado en letras y maestro de escuela. Durante
varios años trabajó como maestro rural en varios pueblos del interior de la Argentina.
En 1938, bajo el seudónimo Jorge Denís, publicó su primer libro, Presencia, de
sonetos "muy mallarmeanos", según él mismo los calificara. En 1949 se publica su
poema dramática, Los Reyes.
En 1944 obtuvo un puesto de profesor en la Universidad de Cuyo, donde participó
activamente en manifestaciones contra el naciente fenómeno del peronismo. Cuando
el general Juan D. Perón ganó las elecciones, abandonó el cargo universitario para
no ser despedido y volvió a Buenos Aires, donde trabajó en la Cámara Argentina del
Libro.
Su primer cuento, La Casa Tomada, fue publicado en 1946 un periódico literario
llamado Anales de Buenos Aires, por iniciativa de su director responsable, quien era
nada menos que Jorge Luis Borges.
Por aquella época, Borges admitía que no conocía bien la obra de Cortázar, "pero lo
poco que conozco de ella me parece admirable y me siento orgulloso de haber sido
el primero en publicar una obra suya. Siendo yo editor de una revista llamada Anales
de Buenos Aires, recuerdo la visita de un joven alto que se presentó en mi oficina y
me tendió un manuscrito; le dije que lo leería y que volviera al cabo de una semana.
La historia se titulaba La Casa Tomada; le dije que era excelente, mi hermana Mora
la ilustró".
En 1951, Cortázar publica su primera gran obra narrativa, Bestiario. Ya surgía el
Cortázar de fantasía desbordante, creador de nuevos mundos destinados a albergar
su obra futura. "Yo estaba completamente seguro de que todas las cosas que iba
guardando, digamos desde 1947, eran buenas, algunas incluso muy buenas, como
ciertas historias de Bestiario. Sabía que nadie antes de mí había publicado cuentos
como aquéllos en español, al menos en mi país. Existían otras cosas, como los
admirables relatos de Borges, pero lo que yo hacía era diferente", comentaría años
más tarde.
Poco después de la publicación de Bestiario, descontento con los rumbos del
peronismo, abandona la Argentina para radicarse en París, donde trabajaría como
traductor en la ONU.
En 1960, publicó su primera novela, Los Premios. En 1962, aparece Rayuela,
destinado a convertirse en el primer gran éxito internacional del boom de la literatura
latinoamericana de esa década. En 1968 se incorpora a la vida política, inicialmente
como defensor de la Revolución Cubana. En 1973, con los golpes de Estado en Chile
y Uruguay, que inician la "década negra", Cortázar luchará contra la represión
política, que a partir de 1976 se abate también sobre Argentina.
El refinamiento literario de Julio Cortázar, sus lecturas casi inabarcables, su
incesante fervor por la causa social, hacen de él una figura de deslumbrante riqueza,
constituida por pasiones a veces encontradas, pero siempre asumidas con él mismo,
genuino ardor. Julio Cortázar murió en 1984 pero su paso por el mundo seguirá
suscitando el fervor de quienes conocieron su vida y su obra.
Tomado de :
WWW.ALDEAEDUCATIVA.COM
miércoles, 21 de noviembre de 2012
Instrucciones Para Subir Una Escalera
En este relato de Julio Cortázar hace que piense sobre, ¿Cómo debo subir una escalera de forma irónica?, si es que nunca lo he realizado, e instruirme con la lectura del cuento.
Siempre me he dado cuenta que estamos rodeados de escaleras, en casas, instituciones, centros comerciales, donde sea están. La imagen de la escalera es algo que siempre está dentro de la sociedad, pero ahí está la duda de mi pregunta, ¿cuántos las saben utilizar?, si es que aún no lo hacen.
En un perfil psicológico sobre las instrucciones para subir una escalera, incluye si es que hay miedo o ignorancia al no saber que hacer frente a ella.
Luego de ver si es que existe miedo o ignorancia, se sigue la instrucción en forma amena y también al tipo de escalera que se va a elevar, esto nos dice como debemos tener el cuerpo ante ella y conectarse con la mente en lo más profundo de nuestro interior, respirando normalmente, luego Cortázar nos dice, como debemos tener nuestros pies y subir tal como lo explica la siguiente cita.
“Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación.”
Se miran los peldaños desde abajo hacia arriba, te das cuenta si son varios o pocos, luego piensas, la mente se conecta con tus extremidades la ironía crece cada vez más sobre estas instrucciones, luego de estar dispuesto a seguir mira hacia lo alto te apoyas en el pasa manos para tener estabilidad, respiras profundamente y tomas la decisión, levantas lentamente el primer pie, dependiendo si eres zurdo o diestro, luego lo haces continuamente sin que se enreden los pies, porque te puedes tropezar y caer.
Esto sobre la escalera y lo que quiere expresar el autor, lo relaciono con los transcursos de la vida y como debes aprender nuevas experiencias e instruirte, ya sea de manera psicológica y física que tienen que ser complementadas y sin tropezar y caer, a través de obstáculos o problemas que se presenten en la vida.
Esta obra está formado por tres grandes partes. La primera “Del lado de allá “ se ubica en París bohemio de finales de la década de 1950. Allí se desenvuelve y colapsa el amor entre Horacio Oliveira y la Maga. Horacio un hombre de profundas convicciones intelectuales, tiende a racionalizar excesivamente su relación con la muchacha en el intento por comprender el misterio de la amada, cuya sensibilidad en el fondo envidia. Termina haciéndole mucho daño, tras la muerte absurda de su hijo Rocamadour, La Maga desaparece. Horacio deja las sesiones del Club de la Serpiente y se marcha ha buscarla hasta llegar al sub mundo de los clochards (vagabundos que abundan las márgenes del Río Sena). Horacio Oliveira se ve envuelto en problemas con la policía llegando a tocar fondo cuando es deportado a la Argentina.
En la Segunda Parte de la obra, conocida como “Del Lado de Acá”, Horacio regresa a la Argentina a bordo de la Andrea C. Le esperan pruebas difíciles. Debe reincorporarse a una vida más bien anodina al lado de nueva compañera, la simple Gekrepten. Consigue trabajo en un circo gracias a l intervención de los esposos Traveler, quienes logran convencer a Ferraguto para que emplee a Horacio. Traveler ejecuta varios oficios y es acompañado por Horacio, quien inesperadamente comienza a identificarse con su compañero Traveler y confunde a Talita con su amor dejado en París: La Maga. Traveler se convierte entonces en su rival de amor. Sucede algo curioso: Ferraguto cambia el circo por una clínica psiquiátrica y allá van todos a dar. El nuevo escenario de operaciones del buscador Oliveira no hace sino agudizar los conflictos. Después de besar a Talita en la mortgue de la clínica, Horacio se encierra en su cuarto, temeroso de una reacción de Traveler. Con la ayuda de un interno “el 18” eriza de obstáculos increíbles en reducido espacio, y se sienta en la ventana a esperar el ataque de “doble” (Traveler). En realidad sus amigos lo toman por loco. En realidad no alcanzamos a saber si lo está, menos si efectivamente se lanza o no al vacío.
“De todos lados”, es la tercera parte de Rayuela, supuestamente esta parte es de lectura “prescindible”, ilumina y da sentido a las dos primeras. Cortázar lo ha dispuesto en forma de collage, está constituido por fragmentos de más variado origen: recortes de periódicos y revistas, fragmentos de obras diversas, monólogos interiores de los personajes principales, aportes escritos de un personaje nuevo (o anotaciones de los otros personajes sobre él): El escritor Morelli, a cuyas notas personales tendrán acceso los del Club de la Serpiente tras un accidente que sufre el viejo, que en realidad es el portavoz de Cortázar en lo que atañe a la reflexión sobre la novela y a la teoría de la antinovela que esRayuela.
Esta obra tiene un fin muy original, resulta doblemente indeterminado. Si el lector que ha seguido la obra en orden convencional ignora la suerte final de Horacio Oliveira; el Lector que ha seguido el “Tablero de Dirección”; aunque goza de una perspectiva más amplia, queda atrapado en el infinito juego de los capítulos 131 y 58; que se remiten recíprocamente uno a otro, en un círculo sin solución. Corresponde al lector determinar si el soñado “cielo” de la Rayuela se ha alcanzado, o si por el contrario, como sucedió a Oliveira el prejuicio racionalista nos ha negado para siempre toda posibilidad de trascendencia.
TEMA PRINCIPAL DE LA OBRA
Podemos afirmar que el gran tema de Rayuela, es la creación en todas sus manifestaciones, que vamos a descubrir a lo largo del tema unificador: el amor frustrado entre dos seres distintos, el intelectual y analítico Horacio Oliveira y La Maga muy emocional y espontánea.
SUB TEMAS
El amor
La libertad
El Arte
La ciudad
El Humor
La locura.
Carta a una señorita en París Cuento
Julio Cortázar
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.